Latidos de historia.
RNE- Radio 5. Raíz de 5.
Matemáticas en el siglo XVII. El cráneo de Descartes
Aquí puedes escuchar el podcast del programa en el que colaboro, emitido el 2/12/2019. Latido de historia: 10:30 -25:00
El 17 de
febrero del año 1600, en la plaza del Fiori de Roma era quemado vivo, condenado
por hereje por la Santa Inquisición, Giordano Bruno. Entre las ideas heréticas
que le llevaron al cadalso estaban la defensa de la teoría copernicana, de que
la Tierra giraba alrededor del Sol y la existencia de infinitos mundos.
Anticipándose varios siglos a la ciencia afirmaba que las estrellas eran en
realidad soles como el nuestro y que alrededor de ellas giraban mundos como la
Tierra. Seguro que también contribuyó a su condena su denuncia de la vida
licenciosa del Papa y los cardenales de la curia romana. No era un buen
principio del siglo XVII para la ciencia y para la razón.
Ese día a nuestro
protagonista, René Descartes, la falta un mes para cumplir cuatro años. Y
pasarán aún otros cuatro años hasta que empiece sus estudios en el recién creado
colegio jesuita de La Flèche donde, por suerte, empieza a relacionarse con las
matemáticas. Allí adquiere una envidiable costumbre: gracias a su salud
precaria el rector le autoriza a no levantarse antes de las 11 de la mañana.
Conservará esta sana costumbre a lo largo de su vida, convirtiéndose en el
mejor contraejemplo del popular dicho “a quien madruga Dios le ayuda”.
“Cogito ergo
sum”… Pienso, luego existo.
¿Quién no ha oído esta
frase? Uno de los eslóganes más populares de la historia.
Su autor:
René Descartes, el fundador del racionalismo filosófico y uno de los dos padres
de la Geometría analítica. Un hombre que perdió la cabeza… Literalmente. Un
personaje exótico y con una vida de película; no sabemos si película de humor,
de terror, de aventuras o de misterio…
Sus restos
reposan, tras un increíble periplo, en la abadía de Saint-Germain-des-Prés en
París. Pero su cabeza, o lo que queda de ella, es decir su cráneo, no. Está a
poco más de cuatro kilómetros, al otro lado del Sena, en la Plaza del Trocadero,
en el Museo del Hombre donde se puede contemplar, como una atracción científica
de dudoso gusto.
Tras estudiar
Derecho en la universidad de Poitiers, en 1616 parte a Holanda y se inscribe en
la Escuela militar de Breda, dirigida por Mauricio de Orange. En 1619 se enrola
en el ejército de Maximiliano de Baviera. Acuartelado en Ulm la noche del 10 de
noviembre de 1619, hace justo 400 años y una semana, su inveterada costumbre de
permanecer tantas horas en la cama le permitirán disfrutar de tres sueños, que
le mostrarán la llave para descifrar los fundamentos de la ciencia.
Dejará el
ejército de Baviera un año y medio más tarde después de haber entrado
triunfador en Praga. Europa sufre la Guerra de los 30 años, y para un gentil-hombre
soldado de fortuna como Descartes, las ocasiones laborales abundan. Así en 1621
se enrolará con el ejército austríaco en su conquista de Transilvania. Como si
hubiese comprado un kilométrico de tren viajará durante ocho años por toda
Europa: Bohemia, Hungría, Alemania… Tras un año en Francia, que aprovecha para
vender sus propiedades y contactar con su antiguo compañero de estudios, el
padre Mersenne, y huyendo de la guerra contra los hugonotes, reinicia su
periplo viajero por Los Países Bajos, Roma, Venecia… En Italia se enroló en
ejército del Duque de Saboya, distinguiéndose tanto que el Duque quiso
nombrarle su lugarteniente. Por suerte para las matemáticas Descartes rechazó
la oferta.
A su regreso
al París del Cardenal Richelieu y D`Artagnan se dedica a la meditación y a la
vida social, y aún le daría tiempo a enrolarse en el ejército de Francia y
participar en el sitio de La Rochelle.
Buscando en
poco de calma para dedicarse a la filosofía y la ciencia en 1628 decide
afincarse en Holanda. Allí se quedará 20 años. Fruto de este retiro es su
primera gran obra, terminada en 1632: El Mundo o Tratado de la luz.
Justo en el verano de ese año el Papa Urbano VIII prohíbe los Diálogos sobre
los dos máximos sistemas del mundo de Galileo y la Inquisición iniciará el
célebre proceso contra el sabio toscano. Ante estos acontecimientos Descartes
decide prudentemente posponer sine die la publicación de su libro. Sólo verá la
luz tras su muerte en 1664.
Este libro es
el anticipo de la obra que en 1637 elevará a Descartes a la cima de la
Filosofía y de las Matemáticas: El Discurso del método, acompañado por
tres apéndices: la Dióptrica, los Meteoros y la Geometría.
En el Discurso
Descartes desarrolla el método para perseguir la verdad en todas las ciencias
bajo la luz exclusiva de la razón. Y los tres apéndices de la obra son tres
demostraciones palpables de la aplicación de ese método. Pero la Geometría
es mucho más. Según E. T. Bell, es una de las cinco grandes obras de las
matemáticas de todos los tiempos.
En una obra
de menos de 100 páginas, Descartes pone los fundamentos de la Geometría
Analítica. Paradójicamente no introduce las coordenadas cartesianas como las
estudiamos ahora, (la historia de las matemáticas está llena de nombres mal
puestos; esas coordenadas se las debemos a Fermat), sino que utiliza el álgebra
(las ecuaciones) para resolver problemas complejos de geometría clásica. El
álgebra y la geometría de la mano. Pero volvamos al cráneo…
En 1646
Descartes vive tranquilo y feliz en Egmond, Holanda, disfrutando de una
merecida fama en toda Europa. Tanta fama llegó a oídos de la reina Cristina de
Suecia, una joven atleta de 19 años, con una resistencia física envidiable,
impulsiva, pero con inquietudes intelectuales. Así conoció la filosofía de
Descartes y decidió convertirlo en su tutor privado. Y dicho y hecho, mandó un
barco para recogerlo en Egmond y llevarlo a Estocolmo.
El terrible
frío de ese invierno en Suecia, acompañado del hecho de que Cristina se
empeñara en recibir sus clases a las cinco de la madrugada en una biblioteca
gélida produjeron lo irremediable, (las quejas de Descartes no sirvieron ni
para mitigar el frío ni para evitar esos terribles madrugones, él que no se
levantaba antes del mediodía): el filósofo contrajo una pulmonía que le llevó a
la muerte el 11 de febrero de 1650.
Y como le
pasó en vida, sus huesos iniciaron un largo periplo. El 1 de mayo de 1666 los
restos de Descartes fueron reclamados por el gobierno francés y enviados a
Francia. En un pequeño sarcófago lo que quedaba del padre del racionalismo viajó
hasta Copenhague, donde los restos permanecieron tres meses antes de viajar por
Alemania, Holanda y Flandes hasta llegar a París donde fueron inhumados en la
iglesia de Santa Genoveva.
En 1791 en
plena Revolución Francesa, un bisnieto de Descartes solicitó a la Asamblea
Nacional que los restos fueran enterrados con todos los honores en el Panteón,
junto a los franceses notables. La Asamblea lo aprobó, pero los acontecimientos
del momento aplazaron el traslado sine die. En 1802 los restos fueron traslados
al Museo de los monumentos franceses. Y allí quedaron hasta que en 1819 fueron
trasladados a la iglesia de Saint-Germain-des-Prés.
Pero al abrir
el féretro descubrieron que el cráneo no estaba…
En 1821 el
notable químico Jacob Bercelius, el descubridor del torio y del selenio,
anunció que el cráneo estaba en su poder y lo envió a Francia. Había pagado por
él el equivalente a 37 euros. En el hueso frontal del cráneo está escrita la historia
de la macabra desaparición: “El cráneo
de Descartes cogido por I. Sr. Planstrom el año 1666, cuando iba a enviar el
cuerpo a Francia”, reza una inscripción hecha con tinta.
Estuvo en
manos del historiador sueco Anders Anton von Stierman, que escribió en el
cráneo su nombre y el año 1751. Olof Celsius y Johan Arkenholtz son otros de
los propietarios que han dejado su huella en forma de inscripción en tinta en
tan notable reliquia. Sin duda el cráneo con más letras de la historia. Y el
más viajado.
Desde 1821
reposa en una vitrina en la primera planta del Museo Nacional de Historia
Natural de París, compartiendo sala con un cráneo de un hombre de Cromañón. Los
turistas y los escolares franceses pueden contemplar de cerca lo que queda de
la cabeza de la que surgió la Geometría Analítica.
La cabeza del
hombre que en el ecuador del siglo XVII había conseguido el triunfo de la razón
sobre la fe en la explicación de la Naturaleza merece sin duda un mejor trato.